- Primera redacción.
Era un lunes de
Septiembre. A las siete y media de la mañana sonó el despertador de mi móvil,
aunque yo ya llevaba despierta bastante rato. Me levanté rápidamente de la cama
y estuve unos minutos de pie frente al armario con sus dos puertas abiertas. Yo
nunca me pensaba demasiado la ropa que me iba a poner, pero ese día era
diferente. Quería causar una buena impresión a todo el mundo, pues era mi
primer día en el instituto.
Después de un rato
mirando pantalones y camisetas, al final me decidí por un chándal que siempre
me acompañaba a todos lados. Con él me sentía segura, me ofrecía una comodidad
que seguramente unos pantalones ajustados no me la darían. Además, no recordaba
ningún mal momento con esa prenda.
Cuando ya estaba
preparada, bajé a la cocina y me dispuse a desayunar. Una vez ya con el
estómago lleno fui al salón y preparé mi mochila. Ese día no llevaba mucho
peso, pues únicamente llevaba un par de cuadernos, el estuche y el bocadillo
que me había preparado mi padre.
Ya con todo preparado,
me subí al coche y esperé a que mi padre también lo hiciera para poder partir
hacia el instituto. Recuerdo perfectamente aquel trayecto. Yo iba callada
mirando hacia todos lados. Desde la ventana del coche, veía a niños más grandes
que yo en sus bicicletas yendo a la misma dirección que yo, gente cualquiera
andando por la calle, trabajadores barriendo las aceras… Entonces, mi padre me
preguntó que si estaba nerviosa. Claramente le conteste que no, aunque era
evidente que si lo estaba.
Por fin, llegamos al
destino deseado. Mi padre, sin aparcar, me dejó en la puerta del instituto.
Bajé del coche y me dispuse a andar hacia el interior del centro. Una vez
dentro, busqué mi clase y me senté en un pupitre. Al poco tiempo, empezaron a
llegar mis compañeros. Conocía a todos, algunos eran mis amigos y a otros
simplemente los conocía de vista. Los nervios se me fueron enseguida y fue un
día inolvidable.
Las semanas iban
pasando y a mi ya no me preocupaba que ponerme por las mañanas, y en vez de
levantarme a las siete y media lo hacía a las ocho menos cuarto. Tampoco quería
perder tiempo en desayunar, por lo que me iba en ayunas al instituto. Y por
supuesto, a mi padre ya no le hacía falta preguntarme si estaba nerviosa.
Todo se había
convertido en una rutina hasta que una mañana llegó un chico nuevo a mi clase.
Enseguida hizo amigos, por lo que yo no hablaba demasiado con él, aunque he de
decir que desde un primer momento me había fijado en él. Tenía una forma de ser
que me encantaba; era un chico serio, tímido pero con carácter y muy gracioso.
Sinceramente, pensaba
que mis conversaciones con él no pasarían de preguntarle la hora a pedirle
algunos apuntes, pero un día en clase de Matemáticas ocurrió algo que en el
fondo estaba deseando que pasase.
Sonó el timbre y todos
nos fuimos a la clase que nos correspondía, yo iba con ese chico a clase de
Matemáticas, pero como si nada, él se sentaba con sus amigos y yo con mis
amigas. Esa mañana, entró el profesor al aula y en vez de empezar a corregir
ejercicios o a explicarnos algo nuevo, nos empezó hablar sobre un trabajo que
teníamos que realizar en parejas de dos o en grupos de tres como máximo. Como
siempre, todos nos empezamos a revolucionar para conseguir un grupo y no
quedarnos solos. Cuando me quise dar cuenta, todas mis amigas ya habían
decidido cómo ponerse y yo, obviamente, no tenía grupo. Me sentí fatal. Eran
tonterías de críos, pero yo era una cría, por lo que me enfadé. El profesor
preguntó quién estaba solo, y unos cuantos alzaron la mano, y entre esos
cuantos estaba yo. Yo, y el chico nuevo. Empezó a agruparnos y casualmente, me
tocó con él. Cuando nos comunicó que iríamos juntos, le miré, pero él ni se
giro.
El día transcurrió
despacio, no sé si porque pensé demasiado en por qué no me había mirado o
porque las clases que tenía eran muy aburridas. Pero por fin llegó la hora de
irse a casa y cuando salía por la puerta de la clase, alguien me tocó el
hombro. Era él, y me preguntó que cuándo quedaríamos para hacer el trabajo. Yo
le dije que cuando él quisiera, que yo siempre estaba libre. A ver si me
explico, no siempre libre para él, si no para hacer un trabajo. Bueno, a lo que
iba. Entonces, me comentó que prefería quedar los jueves porque los demás días
los tenía ocupados. Me pareció bien.
Llegó el Jueves y yo
casi ni me acordé de que por la tarde quedaría con él, pero a última hora me
preguntó que dónde vivía para pasarse por mi casa. Se lo dije y quedamos a las
seis.
No sé por qué pero
cuando quedaban apenas unos minutos para la hora de hacer el trabajo me empecé
a poner nerviosa. Me sudaban las manos e iba de un lado a otro de la casa sin
parar. De vez en cuando me sentaba y me paraba a pensar en la actitud que
estaba teniendo, me daba vergüenza a mi misma. De pronto, sonó el timbre, y si,
era él. Entró en mi casa y lo pasé al estudio. Mientras, yo fui al baño y me
miré en el espejo. Dios, estaba colorada a más no poder. Me eché agua en la
cara y me dirigí al estudio.
Al poco de estar
hablando con él, me di cuenta de que estaba realmente cómoda y que era yo
misma, porque algo me decía que no criticaría mi forma de ser. Creo que él
también estaba muy a gusto.
Quedamos unas cuantas
tardes más para hacer el trabajo, pero llegó un día en el que no había nada más
que hacer. Cuando terminamos de imprimir el trabajo, los dos nos quedamos
mirándonos sin decir nada. No hubo palabras, pero sabíamos perfectamente lo que
estábamos pensando. Era una pena que no pudiéramos vernos más tardes. Al
despedirnos en la puerta de mi casa, me dijo que había disfrutado mucho
quedando los jueves por la tarde conmigo, aunque fuera por motivos del
instituto. Yo le dije lo mismo, y sin pensarlo demasiado le dije que podríamos
seguir viéndonos las tardes que tuviera libres.
Y así fue. La hora de
los jueves se fueron convirtiendo en tardes enteras. Las tardes enteras en
varios días. Los varios días en recreos juntos.
Una de las tardes,
íbamos paseando por el campo. Era primavera, por lo tanto todo estaba lleno de
flores. De repente, se detuvo en una rosa, estuvo mirándola unos segundos y la
arrancó para regalármela. Me dijo que era una pena lo que había hecho, pues
moriría, pero merecía la pena. Nos despedimos, y de camino a mi casa no podía
parar de oler y mirar a la rosa. Nada más llegar, la puse dentro de un vaso
largo lleno de agua y la coloqué en mi cuarto. Esa rosa era el regalo más
bonito que me habían hecho nunca, no le costó absolutamente nada pero el
detalle fue perfecto.
Nos seguíamos viendo
muchos días, si alguna vez por lo que fuera algo lo impedía, nos pasábamos la
noche entera hablando por teléfono. Una de esas noches, lo noté especialmente
extraño. Le pregunté que por qué no había podido quedar conmigo un rato y ni si
quiera me lo quería explicar. Yo le seguí preguntando y al final, me lo explicó
todo.
Me comentó que sus
padres llevaban un tiempo teniendo problemas, y aunque él me lo contaba todo
eso prefirió no hacerlo. En las últimas semanas, era algo insoportable, por lo
que decidieron divorciarse. A él le tocaba irse con su madre y en tres días se
mudaría a Barcelona.
Hubo un silencio de
apenas tres segundos, pero fueron los tres segundos más largos y dolorosos de
mi vida. No quería creerlo, pero me temía que todo era verdad. Llegue incluso a
pellizcarme con todas mis fuerzas para ver si era un sueño. Nada, estaba
totalmente despierta.
Llegó el día de la
despedida, los dos lloramos como magdalenas pero estaba claro que no podíamos
hacer nada. Desde el momento en el que se fue, me empecé a sentir bastante sola
y todos los días miraba nuestras fotos y olía a aquella rosa ya casi sin olor.
Un sábado me levanté
de la cama y fui directa a la rosa que me regaló. La miré y me di cuenta de que
estaba totalmente marchitada. El color rojo pasión que antes tenía se había
convertido en un negro feísimo. En un principio me puse muy triste, pero
enseguida comencé a pensar. La rosa marchitada de algún modo me hizo darme cuenta
de que todo tiene un fin, por muy bonito que sea llega un punto en el que por
un motivo u otro se destruye. Mi error quizás fue no regarla demasiado o
simplemente, la llegada del otoño. Pero podría haber sido peor, en el mismo
instante que me la regaló podría haberla perdido o tirado, sin darle más
importancia. Lo mío fue algo inevitable,
se fue, sin más. Si las rosas hablaran, seguro que ella me habría dicho
que no quería irse de esa forma y sin avisar. Pero no pudo hacer nada.
Entonces, empecé a ver las cosas de otro color. La rosa ya no estaba, al igual
que él tampoco. Pero seguía estando el vaso que rellené con agua en el mismo
lugar donde lo deje. Al igual que las fotografías que tenía junto a él.
Ahora me doy cuenta de
lo que me dijo al arrancar la flor. ‘’Es una pena lo que he hecho, pues morirá,
pero merecerá la pena’’. Él sabía que la rosa moriría, y de alguna forma, yo
relacioné la muerte de la flor con el fin de nuestra bonita relación. Y en
cuanto a lo de que merecería la pena, creo que no hace falta explicarlo.
Desde que se fue, no
lo he vuelto a ver. Pero estoy segura de que él se acuerda igual de mi que yo
de él, y solo tengo la esperanza de encontrármelo algún día.
- Segunda redacción. ''El primer día del resto de mi vida.''
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