martes, 21 de mayo de 2013

Recuerdo esa tarde a la perfección. Me encontraba en una habitación que no me resultaba para nada familiar, con una chica con la que había hablado tan solo un par de veces. Ella me explicaba cosas en inglés y yo asentía con la cabeza una y otra vez. Mis ojos estaban clavados en los suyos, parecía que lo estaba entendiendo absolutamente todo. Pero, si en ese instante ella me hubiera preguntado cualquier cosa, no hubiera sabido qué contestarle.
Sí, mi cuerpo estaba ahí, pero mis pensamientos viajaban hacia otro mundo. Imaginaba cosas, recordaba momentos, tatareaba canciones... Hacía de todo menos lo que tenía que hacer. Cualquier cosa me parecía más interesante que eso, hasta el sonido del reloj conseguía distraerme.
Pero de repente dijo algo que logró captar mi atención: ''María, ya es la hora. Puedes irte.'' Sí, quizá se pasó una hora entera diciéndome cosas que me podrían haber cambiado la vida, y sin embargo, no le hice caso en ningún momento. En ningún momento salvo en aquel instante en el que me anunció que era libre, que podía recoger y huir de aquella casa que para mí, tan solo era una cárcel. Así que le hice caso: metí mis libros en la mochila, me puse la chaqueta, me despedí y me fui.
Mientras bajaba las escaleras, maldecía al arquitecto que había diseñado aquel bloque de pisos. Más de cuarenta escalones sin un triste ascensor ¿a qué clase de mente retorcida se le podría haber ocurrido eso? Después de más de cuarenta peldaños y más de mil lamentaciones, llegué a la puerta. Faltaba muy poco para mi libertad, en el momento en el que abriera aquella puerta y consiguiera ver un poco de luz, estaría salvada. Pero me detuve, dejé mi mano apoyada en el picaporte durante tres largos segundos, pensando. ¿Pensando? ¿en qué? Al principio no sabía ni lo que mi cabeza me intentaba decir, pero de repente, miré hacia atrás. Vi esa larga escalera, oscura, con tantos escalones que subir, y entonces, lo entendí.
Deseo la libertad, más bien me considero su esclava. La necesito para vivir, para reír e incluso, para respirar. Sé que sin ella no me interesaría caminar, pues ¿de qué me sirve recorrer un camino si en realidad no lo realizo como quiero?, ¿de qué me sirve visitar un parque si no me permiten pisar el césped?, ¿de qué me sirve ir al mar si me imponen un límite para nadar en él? Yo quiero nadar y nadar, sin parar. Quiero sentir  el suelo bajo mis pies, me da igual que haya asfalto o césped.
Necesito ser libre, pero ese día comprendí que para llegar a serlo completamente, debo pasar más de mil momentos. Momentos que me gustarán más y menos. Una escalera complicada que está esperando ser subida y completada. Quizá llegues a un último escalón y frente a ella, una puerta que piensas que es la correcta y en realidad, no lo es. Pero no hay que preocuparse, siempre habrá más. Más oportunidades, y recuerda que el camino recorrido siempre estará ahí y nunca te abandonará.
Y así, pasito tras pasito, encontrarás la verdadera libertad. Tal vez tu libertad se encuentra entre cuatro paredes, o en un desierto. ¿Quién sabe? Cada persona es un mundo.

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